22 de junio de 2010

Tormenta






   El alba áureo se adentraba desinteresadamente en su habitación. Él, fiel a su cama pero totalmente infiel a su vida sintió el calor en su piel, un calor que logró despertar el recuerdo de una noche escarlata que le volvió a atormentar desde las profundidades de su ser.


  Aquella mirada infiel, sin duda era de él, logró acariciar el rostro de ella. Era un rostro puro e inocente que vivía de una mirada tan tramposa como inteligente, puramente astuta. Ella veía al hombre de su vida pero él veía a la mujer de aquella noche de tormenta, tan fría que congelaba el tiempo, el espacio y hasta su mente, pero a la vez tan ferviente como una llama eterna que nutría y poco a poco quemaba hasta descuartizar su ego.  Esta alusión le hacía caer en una euforia idílica como un poeta que cae en el abismo de la bohemia.


  Era algo totalmente irrefutable que cierta malicia y descaro de la mirada de aquella mujer era suficiente para inundar su vida de misterio para toda una eternidad. Era algo imborrable que se conservaba en secreto como si fuera un manuscrito que daba sentido a su existencia. Ella podía ser la pregunta pero también podía ser la respuesta. Por unos momentos pudo percibir el tacto de su mano y por un instante, recordó como se entregó hasta el último suspiro: recordó rozar el cielo. Estaba claro que una hechicera protagonizó su noche, estaba claro que esa noche su corazón le perteneció pero su alma siempre pertenecerá al libre viento que vive en el bosque prohibido de la lujuria y a la pasión.



   ¿Y si era ella? Lo imposible e inexplicable que por destino le tenía que pertenecerá a él, sólo a el. Pero el destino se la jugó. El destino le condenó a compartir su vida con otra y saber que nunca logrará amarla como amó a ella. Cada beso que recorría su cuerpo llevaba el aroma de jazmín y le hacia regresar al aire denso de aquella noche hasta volver a perderse una y otra vez, un eterno retorno que le daba vida. Cada caricia le recordaba que nunca jamás volverá a sentir el cielo.





   Cada noche de tormenta sale en busca de ella. La busca entre la lluvia y le parece poder percibir el aroma de jazmín que sobrevive a cualquier tempestad, pero no hay ni rastro de su pelo carmín. Cada noche vuelve a llenar la cama de pétalos de rosas rojas, las más rojas que encuentra en la ciudad. Entre rosas y mentiras se engaña al amar a otra que no es ella. Cumple condena por su equivocación de entregarle su cuerpo y dejar llevarse su alma y su corazón. Cualquier intento de olvidarla nunca es suficiente. Ella no está con él y se enfurece al no poder amarla y por vivir apresado de un recuerdo imposible de no ser amado. 

   No ve otro remedio que abandonar la partida, ya que seguir no tiene sentido y le duele vivir sintiendo un vacío imposible de llenar. Decide entregar su vida al destino. Por primera vez le dolió marcharse porque era consiente de que nunca más iba a volver.


   Él nunca pudo pagar el precio del cielo y el cielo le condenó a entregar su alma a un recuerdo eterno.












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